Libérame de mis prisiones
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Algunas cadenas son visibles; las de san Pablo lo eran. El apóstol fue encarcelado primero en Jerusalén, después en Cesárea y luego en Roma. Él murió en cautividad víctima de la primera oleada de persecución a los cristianos en el imperio romano. José también pasó largo tiempo en una prisión egipcia acusado falsamente de asalto sexual a la esposa de su patrón.
Sadrac, Mesac y Abednego fueron confinados y condenados a muerte por el rey Nabucodonosor de Babilonia. Su valiente testimonio ante un horno de fuego es una obra maestra de valentía, confianza y resignación serena: “Nuestro Dios, a quien servimos, puede librarnos del horno de fuego ardiente; y de tus manos, rey, nos librará. Y si no, has de saber, oh rey, que no serviremos a tus dioses ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado” (Daniel 3:17,18).
Dios puede usar incluso el encarcelamiento de sus hijos para su plan de salvación. Por su obra se planta y se fortalece la fe en los corazones humanos y se da gloria a él. El profeta Isaías anunció que la “liberación a los cautivos y libertad a los prisioneros” (61:1) es parte de la obra del evangelio de Cristo.
Algunas veces produjo verdaderas liberaciones milagrosas. Por otro lado, Sadrac y sus amigos, y también José, no solo fueron liberados sino que también fueron ascendidos a altos cargos en el gobierno. Corrie ten Boom sobrevivió al campo de concentración nazi en Ravensbrück por un milagroso “error administrativo”.
Algunos, como san Pablo y el pastor alemán durante la era nazi Dietrich Bonhoeffer, le han dado gloria a Dios sufriendo el martirio. Su salida de la cárcel coincidió con la liberación de todo sufrimiento terrenal.