¿Adoración condicional?

¿Cómo viviríamos si supiéramos que es nuestra última semana en este hermoso planeta azul al que llamamos Tierra? No importa cuánto avance la ciencia, los médicos pueden dar un pronóstico de vida, pero nada más. Solo Dios sabe la medida de nuestros días. Pero Jesús sí supo que aquella sería su última semana. Una semana que viviría con una mezcla de agonía, propósito, obediencia y amor. 

Más de dos mil años después, celebramos esa semana una vez al año. Fue un domingo en el que el Salvador entró por fin a Jerusalén para cumplir con la misión que lo había traído del cielo perfecto al planeta caído. La voz se corrió por la ciudad y la gente salió a recibir a aquel de quien se decía que hacía milagros tales como resucitar muertos. Emocionados, esto fue lo que hicieron: 

…tomaron ramas de palmera y salieron al camino para recibirlo. Gritaban: «¡Alabado sea Dios! ¡Bendiciones al que viene en el nombre del Señor! ¡Viva el Rey de Israel!» (Juan 12:13) 

Cuando Jesús llegó a Jerusalén, los que le recibieron vieron en Él la solución a sus problemas; pero no a su problema eterno: la separación de Dios y la esclavitud al pecado. No, ellos veían la solución a un problema temporal: la opresión romana. Pensaron que este “hombre” que levantaba a los muertos de la tumba, podría hacer caer con el mismo poder al yugo de Roma y por fin ser libres y disfrutar la bendición que por siglos habían esperado y de la que hablaron los profetas. 

Sí, Jesús hubiera podido hacer eso, y más, pero entonces no habría cumplido con el propósito de Su misión. Y la salvación no nos hubiera alcanzado a ti y a mí que vivimos muchos siglos después. 

Resumido en pocas palabras: aquella gente le brindó adoración. Sin embargo, fue esta misma multitud la que tan solo tres días después gritaba enfurecida: “¡Crucifícalo!” Adoradores condicionales. Esa era su categoría. 

¿Y será que a veces nosotros también calificamos para ese grupo? Si Dios nos bendice, si todo va bien, le adoramos. Si la vida no es color de rosa, si los planes se frustran, si las esperanzas se pierden y los sueños se diluyen… ¿adoramos a Dios? ¿Será que llegamos a Él con una agenda oculta, incluso tal vez inconscientes de ella? Una agenda que dice: te adoro porque me das… Cuando en realidad la adoración es “te adoro porque eres….”. 

Son preguntas difíciles que no nos gusta hacernos porque muchas veces nos hemos unido al coro de aquel día en Jerusalén, solo que en otro lugar diferente. El domingo cantamos, alzamos las manos, damos saltos, lo que sea… pero cuando en la semana la vida pareciera no sonreír… “¡crucifícalo!” No lo decimos, no lo pensamos con esas mismas palabras, pero sí albergamos frustración, duda y hasta resentimiento porque Dios no se está ajustando a nuestro plan. 

Te hablo con mi corazón abierto porque me ha pasado. Y no estoy libre de culpa. Sé lo difícil que a veces se nos hace la adoración genuina, sin condiciones, sin pedir, sin esperar nada. La adoración que nace de un corazón que reconoce que aun si nada recibiéramos de parte de Dios, ya lo tenemos todo en Jesús. Una adoración como la que Él recibió justo el día antes de estos sucesos que hoy examinamos. La adoración de aquella María que derramó perfume a los pies de su maestro y con sus propios cabellos los secó. 

Amiga lectora, busquemos siempre dar adoración genuina, sin condiciones. Derramemos el perfume de una alabanza sincera. Si vamos a gritar “¡Hosanna!” que sea de verdad, porque bendecimos a nuestro Rey. A Dios no lo podemos manipular. Él conoce el corazón y sabe qué es lo que realmente nos mueve. Que nuestra oración sea la de David: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio y renueva un espíritu fiel dentro de mí”.   

El Rey regresará otra vez, ¡Aleluya!

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