Vivir bien no significa ausencia de problemas o ausencia de dolor. Significa establecer relaciones saludables con uno mismo, con su creador y con nuestros semejantes. Principalmente significa tener paz interior, armonía con el entorno y relaciones satisfactorias.
Vivir bien es asumir el compromiso de ser fiel, respetar y amar a los que tengo cerca. Aunque este compromiso requiere esfuerzo y dedicación, al final, es lo que nos otorga una mejor calidad de vida y paz interior. Abrazar los principios universales de la sana convivencia es lo que nos permite tener una conciencia tranquila.
El vivir bien no lo determina cuánto salario gano, dónde vivo o en qué lugar estudian mis hijos. Lo determina cuánto valoro lo que tengo, cuánto disfruto el amor de mi familia, cuánto tiempo invierto en compartir con mis amigos, cuánto aprecio mi trabajo, cuánto entusiasmo transmito a quienes conozco y cuán integrado estoy a la comunidad que pertenezco.
Vivo bien cuando me doy la libertar de interpretar mi pasado correctamente, entendiendo que se regresa a él solo para inspirarnos y para entender que debemos dejar ir lo que nos dolió y que ya no podemos cambiar. Vivir bien se logra perdonando a quienes nos lastimaron, a quienes nos abandonaron, y valorando a quienes hoy están con nosotros y a quienes nos extendieron una mano.
Vivir bien es tener equilibrio en la vida, a fin de lograr un mayor bienestar emocional. Es no dejarnos dominar por las bajas pasiones que producen ira, desesperanza y frustración. Es la capacidad de levantarse cuantas veces hayamos caído; es perseverar aunque la noche se haya extendido. Es saber que caminando llegaremos. Es mantener serenidad ante la vida, alegría de vivir y armonía consigo mismo y con el mundo que nos rodea. Sin este equilibrio no hay paz interior.
El vivir bien se obtiene mediante la capacidad de resolver satisfactoriamente los conflictos. Se da cuando ejercito la habilidad de respetar la opinión de los demás, de generar el espacio para diferir, de pedir perdón si ofendí. De saber que la vida tiene varios colores y formas de ser interpretada. Se vive bien, cuando se adopta una actitud madura ante la vida y renunciamos al capricho demandante.
La armonía con Dios la encuentro cuando me reconcilio con Él por medio de la valentía de reconocer mis errores y pedir perdón de corazón. Este arrepentimiento nos guía a tener un cambio de actitud y como consecuencia hay tranquilidad en el alma.
La armonía con nosotros mismos la conseguimos cuando nos damos la oportunidad de dejar de ver hacia fuera y nos detenemos para analizar nuestro ser interior y hablar con nuestro Dios.
La armonía con los demás no la determina el que le caiga bien a todos, ni siquiera que me aprecien, es consecuencia de saber valorar las diferencias, de mantener la distancia correcta, de concentrarme en las virtudes que identifican a quienes me rodean, de perdonar su errores y de nunca dejar que el agravio se convierta en amargura. Lo determina la capacidad de soltar a quienes han partido, o bien a quienes nos han abandonado. Es la capacidad de amar a quien me aprecia y de perdonar a quien me lastima.