Si algo he aprendido en los años que llevo casada es que no puedo cambiar a mi esposo.
Y no es que no lo haya intentado, por el contrario, ha sido a base de tropezar mil veces con la misma piedra que me he dado cuenta de que esas cosas que desearía cambiar forman parte integral de mi esposo, de ese esposo del que me enamoré, con esas mismas cosas, hace muchos años.
Cuando mi esposo y yo nos conocimos eran muchas más las diferencias que las similitudes entre nosotros. Había muchas más cosas que nos separaban de las que nos unían. Si hubieras querido buscar a propósito, hubiera sido difícil encontrar una pareja más “dispareja”.
No solamente nuestras familias, el entorno, las experiencias vitales y la educación eran distintas, también lo son nuestras personalidades, nuestros gustos y aficiones... todavía hoy mi esposo se maravilla de que pueda terminar un libro de 600 páginas en cuatro días y yo me maravillo de que con 45 grados a la sombra él pueda comerse un plato de sopa humeante.
Y, sin embargo, lo único que teníamos en común fue lo que nos unió y lo que nos mantiene cada vez más unidos: el amor por Dios y el deseo de hacer Su voluntad en nuestras vidas.
Dios no nos creó ni nos unió por accidente, sino que ese fue Su propósito para nuestras vidas. Y ese debe ser el motor de nuestro matrimonio más allá de cualquier diferencia que tengamos por grande que esta sea.
Debemos ser conscientes de que el matrimonio no es una carrera de velocidad, sino una carrera de larga distancia en la que ambas partes debemos ir creciendo, cambiando y, sobre todo, entendiendo y aceptando al otro.
¿De qué manera hacemos eso?
Celebrando nuestras diferencias.
Tomando lo que nos diferencia como complemento el uno del otro, como cosas que suman, que aportan a nuestra relación matrimonial. Dejando espacio para que Dios haga Su obra en cada uno de nosotros de manera individual.
“Hierro con hierro se aguza; Y así el hombre aguza el rostro de su amigo.” – Proverbios 27:17
Aprendiendo a cambiar primero
Comenzando los procesos de cambios por uno mismo, sin esperar que el que cambie sea el otro. Muchas veces esperamos que sean los demás los que se amolden a nosotros sin tener que hacer ningún tipo de esfuerzo, pero eso no funciona. No esperemos a que nuestro esposo sea lo que nosotras queremos que sea, sino esforcémonos por ser nosotras la esposa que él necesita (y viceversa).
Poniendo al otro por encima
“Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.” – Filipenses 2:3-4
Generalmente aplicamos este versículo a otros creyentes, pero no a nuestros cónyuges. Las diferencias entre la pareja se acentúan generalmente porque queremos que las cosas se hagan a nuestra manera, según nuestra forma de pensar, según nuestra necesidad, a nuestro ritmo, en el momento en el que nos viene bien. Pero disminuyen cuando tenemos un corazón humilde, estimamos a nuestra pareja por encima de nosotras mismas y no miramos por lo nuestro, sino también por lo del otro.
Acercando posiciones
Construyendo intereses comunes, haciendo cosas juntas, buscando de manera intencional formas de disfrutar del tiempo juntos. Yo nunca conseguiré que a mi esposo le guste leer y él nunca conseguirá que a mí me gusten los coches, pero ambos hemos aprendido a construir aficiones juntos como la de acampar.
¿Estás en un momento en tu matrimonio en el que estás fijándote más en las diferencias que en las cosas que tienen en común? ¡Toma otra perspectiva! Empieza a ver lo que los une y a superar las diferencias dentro de la pareja.