Simón Pedro creyó que él podía imponer el reino de Dios a capa y espada. Él quiso defender al Señor Jesús en el jardín de Getsemaní, cortándole la oreja al siervo del sumo sacerdote (Juan 18: 10).
Su primera decisión fue, "voy a defender a Cristo con la espada". Pero en pocos días, Pedro tuvo que aprender que él era un fracasado. Jesucristo ya se lo había advertido. Le había dicho: "Simón, Simón, (Pedro) Satanás ha pedido que se le permita zarandearte como a trigo" (Lucas 22: 31). Pero Pedro no conocía la profundidad de su propia depravación (Jeremías 17: 9).
Vino una sirvientita y se burló de él. Le dijo: "¡Este hombre andaba con Jesús!" (Lucas 22: 61, 62). Pedro empezó a blasfemar y a negar que conociese a Jesús. De repente el Señor, que estaba en el patio del sumo sacerdote, se dio cuenta y lo miró. Y Pedro encontró que sus ojos no podían soportar la mirada amante de Jesús. Se quebrantó, empezó a llorar amargamente y salió llorando a las tinieblas de la noche.
Pocos días después, Cristo resucitaba de entre los muertos. Se acercó a Pedro. Se encontró con él de nuevo. Y Pedro tomó su segunda decisión. La que usted tiene que tomar también. La decisión de no pretender imponer el reino de Dios por esfuerzo propio. Pedro descubrió que no tenía la fuerza necesaria y tuvo que permitir que Cristo entrara a su corazón; que el Espíritu Santo de Dios llenara su mente, su corazón, su sentir.
Pedro tenía que dejar de ser Simón, y pasar a ser la roca, porque la Roca de los siglos moraba en su corazón. Cristo se apoderó de Pedro y él llegó a ser el gran siervo de Dios de la historia. Millares siguieron a Jesús por la vida de Pedro, pero no era Pedro, era Cristo morando en su corazón.
Ahora mismo usted debe recibir a Cristo en su corazón. Debe abrirle la puerta de su vida a Jesús. No pretenda servirlo con sus propias fuerzas . . . no las tiene. Diga más bien, "ya no vivo yo, mas Cristo vive en mí" (Gálatas 2: 20).